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Desde mi infierno

Y hubo luz. Tarde, pero hubo.

Y hubo luz. Tarde, pero hubo.

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 La luz

La que todas las cosas me hace ver

(aunque a veces me ciega), fulgurante

siempre, esa luz no digo. Me refiero

a la que alumbra en la palabra,

la que se halla encendida dentro de ella,

la que anuncia tan suave que he seguido

el camino que lleva a lo que soy;

la luz medida, gálibo de mí.

Luz de luz que ilumina mis insomnios

tremendos y transforma en esta arena

que esparzo en mí las horas más oscuras.

Siempre callada, siempre oculta, salta

en mi mente, cual chispa, en soledad.

Esta luz es culpable de que gaste folios

de agua, papeles para nada, mudos

e ignorados -¿me alumbra sólo a mí?-.

Prende mis versos con mi propio acento

en balde. Pero no me quejo, no.

Sin ella, la lucerna en que consisto,

este fanal que me define, yo,

-que no soy más que lo que escribo aquí-

sería aún más nada. Y no tendría

nada ningún sentido. O casi nada.

A ella me aferro con las pocas fuerzas

que un suspiro me da y, de forma tenue,

me permite decir lo que no digo.

Existe, sé que existe, allí en mi voz,

vestida de palabra; aquí, conmigo.

Sólo por eso aquí me escribo. Solo.

 

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